Volver sublime a lo cotidiano tocando la mirada irrisoria de un recuerdo, es sentarse delante del espejo blanco como lo hace Rocío Aragonés Manzanares. Una serie de poemas sin tragedias esperadas ni clichés permitidos, solo el reflejo sin sombra de amores que tocan el atardecer brillante de aquellos que creen estar solos. Del alba al atardecer, de la última luz del crepúsculo al vapor solitario de la media noche, los poemas van y vienen con un ritmo que corta por instantes la respiración, un lapsus mínimo donde la memoria va y viene con pasos de niño temeroso que avanza por el largo túnel de la vida. Lo que Rocío teje en su poemario no son palabras, son sentimientos, caracteres y afectos, matizados con una pizca de melancolía que se “queda atrapada, cuando los inviernos nos recogen” como la misma autora susurra, con las últimas luces de una ciudad que anochece en la mirada del eterno solitario, que llega a casa, esperando encontrar el calor de una dulce compañía. Luis Eduardo Mejía Ayala