Los relatos de esta obra tienen varios rasgos familiares: marihuana, tatuajes, Caracas, El Ávila. En una página se nos dice que con esa mezcla se llega a «un cuento desordenado y malísimo», e inevitablemente a «la supuesta narrativa urbana de mierda». Sin embargo, ese legado funciona aquí como una plataforma mínima, que solo opera cuando se corrompe: más que el inventario de rutinas, mapas catastrales, bares y tipos psicológicos, a Colmenares Gil le interesa una idea de construcción y sus consecuencias en el desarrollo de las tramas.