La Iglesia cristiana nació en el siglo I con el objetivo de preparar a los judíos para el regreso inmediato de un mesías místico, un propósito que no se cumplió debido al rechazo de estos, lo que la empujó a nutrir sus filas con gentiles. Para atraerlos, tuvo que romper con el judaísmo, posponer el fin del mundo y presentarse como una nueva religión, congregándose como colegio ilícito. A cambio, el helenismo le proporcionó neófitos ricos e intelectuales, que la condujeron hacia un nuevo objetivo de universalidad. Dos siglos después, la Iglesia comprendió que debía fundirse con el imperio, para lo que tuvo que adaptarse al orden romano y organizarse interna y externamente, aceptando la intromisión imperial en sus asuntos. En el siglo VIII se acercó al mundo germano para crear un patrimonio propio que le diera independencia, y de la Edad Media al Renacimiento convirtió a los papas en príncipes preocupados por la política que crearan un patrimonio artístico y dejaran un legado a sus familias. Con la llegada del Humanismo, la Iglesia se propuso enmendar sus errores y buscar un camino que le asegurara eternidad y universalidad. Posteriormente, del siglo XVIII al XX, recuperó su poder, tanto temporal como místico, consolidando su posición y convirtiéndose en el organismo religioso más poderoso del mundo. Asimismo, el establecimiento de un territorio político gobernado por el papa le confirió prestigio y poder. Por último, ya en el siglo XX, ha buscado el perdón de los errores cometidos a lo largo de la historia, mostrando públicamente su arrepentimiento.